La City Wines

No sé cuántas veces he intentado escribir esto. Me he puesto tantas que ya no recuerdo ni qué ni cuándo empecé a hacerlo. Quería contar una pequeña historia. Un relato de vida, algo que un día sucedió sin saber muy bien por qué. Por eso me costaba tanto, como casi siempre que hablo de mí. Todos estos años escribiendo cosas para muchos públicos, viajando y volando por el mundo poniendo título a escenas y costumbres, trabajando a contrarreloj para llegar al cierre y, llega este día, y me es imposible avanzar. Hoy, parece que es. Al menos, me lo parece a mí. Igual es un poco largo. Mucho para un post si nos atenemos al marketing digital y sus métricas. Poco si lo vemos desde una perspectiva de casi dos décadas. Ahora que la vida vale 144 caracteres y 100 visualizaciones, creo más que nunca en la lectura y su reposo vital. Bueno, espero no aburriros.  

EL GOLPE. Aquella mañana de enero, un lunes, hacía frío. Yo trataba de salir de debajo de las sábanas como podía. La calefacción apagada de nuestra casa de Cenicero obligaba a ser rápido en la salida. El ladrido de los perros de la trasera situada bajo mi ventana anunciaba algo. Alguien entraba por el portal o por la puerta adyacente, la de acceso a la cochera. Yo me resistía a levantarme, el frío, decía. El chasquido de la cerradura, doble vuelta, daba fe del buen oído de los perros. La bisagra sonó como aquellas madrugadas en las que intentaba colarme, con el alba, sin hacer ruido dentro de casa. Se encendió la luz del pasillo. Era mi padre. Venía de Logroño. Las siete cuarenta y cinco. “¿No te levantas?”, me dijo. “Sí, voy”, le contesté, “hace mucho frío, ¿no?”. “Sí, ha helado. Las viñas están blancas desde Oyón a Cenicero”. “¿Me esperas y tomamos un café antes de ir a trabajar?”, le dije. “No, no puedo”. Se dio la vuelta y salió por la puerta. Sin saberlo, allí medio en pelotas, estaba despidiéndome de mi padre para siempre. La vida, dicen. Una putada, digo yo. Sobre todo cuando tienes 29 años y dos hermanos pequeños. Dos días más tarde, a eso de las cinco, después de comer, sonó mi teléfono para anunciarme la tragedia. “Baja, tu padre se ha puesto enfermo”, me dijo una voz al otro lado del teléfono. El infarto había sido fulminante. En medio de su despacho de la bodega donde había sido ingeniero agrónomo desde 1983. La vida le partió el corazón… Era 12 de enero, 2005, una añada que sería excelente.

Ese día empecé a pensar seriamente en esto del vino, en esta implosión. No sé si por él, por mí o por todo lo que me iba a tocar vivir. Yo era periodista. Había cumplido mi sueño: trabajar en el periodismo deportivo y vivir de ello (ejem…). Fueron 5 años sólo. Pero aquella época en el Diario AS como redactor de la sección de Real Madrid cundieron como veinte: amigos para toda la vida, una carrera formativa diaria, desenfreno a discreción y el placer de escribir sobre el mejor equipo de la historia del fútbol a diario (soy madridista, mucho). ¡Qué más se podía pedir! ¿Pero qué coño hacía un periodista intentando pensar que un día haría vino? Yo sólo sabía contar historias o, al menos, lo intentaba.

Bueno, miento. El vino llegó a mi vida desde que llegué al mundo. Nacer en Logroño y vivir, sentir, más bien, en Cenicero, parecía ser más que suficiente. Unámosle a esto un padre Ingeniero Agrónomo enamorado de su profesión y que dedicaba todos los festivos del año a dar rienda suelta a su pasión: sus viñas. Mi padre me enseñó a podar, a injertar, a escardar, desnietar, despuntar, manejar un tractor y sus aperos. Pero, sobre todo, me enseñó a entender y a vivir el viñedo desde la observación. Con un pero. Que todos los sábados, domingos y días de guardar había viña. Curro, y del duro. Así uno y otro día. Hasta la extenuación. Daba igual si salías con tus amigos y llegabas a las seis de la mañana a casa. Allí te estaba esperando, imperturbable, fumándose un Ducados detrás del primer café del día, “ponte un buzo, nos vamos”. 

Terminé odiando las viñas con todas mis fuerzas. No quería ni verlas. Me daban asco. Me estaban jodiendo los fines de semana. ¡Qué les den! Yo, periodismo…

Sin saberlo, las lecciones de vida y sacrificio que aquellos días estaba recibiendo marcarían mi destino como ninguna otra. Pero llegó la implosión. Aquel boom de aquella tarde de enero. Y mi cerebro explotó. 

EL SUEÑO. Había regresado de Madrid y dejado el AS un 12 de octubre de 2004. La idea era volver a casa, seguir en esto del periodismo y aprender todo lo que pudiera de mi padre y sus viñas. Lo de vivir (ejem…) de los medios de comunicación en La Rioja fue pronto una quimera. Todo buenas palabras y pocos hechos. Así que me fui a Vitoria a trabajar coordinando un proyecto de comunicación para personas en riesgo de exclusión social (mi Santa Tía Julia). Fue allí donde viví aquella llamada. La pregunta no era fácil de responder. ¿Cómo enfrentarte de golpe y porrazo a gestionar aquello que tanto habías odiado? ¿Cómo amar de nuevo la viña cuando el vino te había quitado a tu abuelo (no lo conocí, murió por el tufo salvando a otro compañero en su bodega) y a tu padre (detrás de un infarto, también en una bodega, hay razones y sin razones)? Pues había que hacerlo, y rápido. Primero, estudiar y aprender, poniendo en valor lo vivido con mi padre y viéndolo en profundidad. Segundo, trabajar en el vino como fuera para seguir formándome y estar cerca de todo. Tercero, en algún momento, homenajear a mi padre, peleando contra mis fobias y filias haciendo algo que a él le hubiera gustado: contar toda esta historia a través de un vino hecho por mí.

Lo primero fue rápido. En septiembre, me matriculaba en el Master de Torras y Asociados en Viticultura, Enología y Marketing del Vino. Un curso. Nueves meses escuchando a gente que me hizo recuperar la ilusión: José Ramón Lissarrage, Antonio Palacios, Juan Carlos Sancha, Pepe Hidalgo, Joaquín Gálvez… Viernes por la tarde y sábados por la mañana, un año entero. Lo segundo, consecuencia de lo primero. El 1 de agosto de 2006 empezaba a trabajar en Bodegas Vivanco, en Briones. Probablemente el proyecto más ambicioso de esos años en Rioja. Una revolución en toda regla. Empecé siendo el guía de la bodega. Si en el master recuperé la ilusión, en Vivanco encontré lo que el vino y esta familia mejor transmiten: conocimiento, energía y pasión. 

Recuerdo la primera vez que estuve con Pedro Vivanco. Yo estaba en medio del túnel que comunica la sala de elaboración con la de crianza. Le conocía por mi padre, pero no había estado con él todavía. Eran cuatro personas y venían caminando hacia mí en medio de la oscuridad del espacio. Americana de hilo azul claro, camisa blanca y pantalón beige. “Hola, ¿quién eres?”, me dijo estrechándome la mano. Yo, entre asustado y nervioso, le contesté. “Soy Javier, he empezado a trabajar este mes enseñando la bodega”, le dije. “¡Ahh, tú eres el hijo de Javier!”, “Sí”, le dije. “Pues chiguito (le encantaba esta palabra), tu aquí hasta que te jubiles, ¿eh? Y si te dice alguien algo, le dices que lo he dicho yo”. Así, de repente, te sueltan esto y te quedas patidifuso. Se giró y se fue a toda velocidad con el grupo de personas con el que iba. Pedro era así. Primero, persona, segundo, persona y, tercero, persona. Debería tener varias calles con su nombre y estudiarse en los colegios su historia de lucha y superación. Un hombre de los pies a la cabeza. Un visionario cuya historia da para varios libros. Gracias a él y, sobre todo, a sus hijos Rafa y Santi, recibí una formación única, pasando de guía al departamento de marketing y comunicación del que, en 2011, me convertiría en su director. En Vivanco, donde sigo, me hice hombre y persona, conocí todas las perspectivas del vino, y coincidí con gente irrepetible de la que aprendí y disfruté: Rob, Pedro, los Eduardos, Humberto, Roberto de Carlos, María, Nuria, Arturo, Iñaki… (vuelvo al texto, lo dejé así en noviembre…)

LA LUZ AMARILLA. Pero estábamos en la fase dos, en la de aprender, que me pierdo. Me matriculé en otro Máster. Éste más dirigido al marketing y la comunicación. Era 2007, Club de Marketing de La Rioja, esta vez la formación corría a cargo de la ICAE-Universidad de Comillas. Era una tarde de octubre. Y así, de repente, se sienta enfrente de ti una mujer preciosa, morena, con unos ojos increíbles. El aula en formato escuela. Y yo sin parar de mirarla. Llevaba un jersey amarillo… (podría ser una canción, amarillo no es mi color, precisamente) “¡Menuda tía!”, me decía para mis adentros. No me salté una clase, ni una. Otra vez el vino, esta cosa que dicen que es una bebida y no sé qué más, me ponía delante de la mujer de mi vida. Fue durillo… estuve picando piedra una temporada larga. Pero, al final, como digo, ¡tachánnnn!,  el amor no tuvo piedad y nos unió para siempre (espero…), ¿y dónde trabajaría ella? Pues claro, también en el vino. Así que como para levantarte y no pensar en el vino todo el día, ¿eh? Sería una alta traición no hacerlo. De deportes de riesgo ya hablaremos otro día. “¿Vosotros os levantáis y, hala, a hablar de vino?”, nos dicen. Pues sí, claro. Qué le vamos a hacer.

Hay veces que, cuando conoces a una persona, parece que has estado esperándola toda la vida. Esto es lo que me pasó a mí (“alma de cántaro”). Porque, no, no la conoces hasta que, de verdad, la situación, más bien la sensación, más bien la vida, te obliga a conocerl@. Es entonces cuando, normalmente, decides: saltar o quedarte. Es simple. Aquí conviven todo tipo de situaciones. Desde el nacimiento de un bebé hasta la compra de un piso. Desde me gusta el fútbol, y a mí la moda. Desde vamos al pueblo o a la playa. Blanco o negro. Camisa lisa o de cuadros. La tortilla, con cebolla o sin cebolla. Cada día enfrentas tu libro azul (lo que te han dicho toda la vida que es así) a otro libro, también azul (lo que a la otra parte le han dicho, también, que es lo que tiene que hacer). Y es ahí, en medio de una balda de biblioteca llena de polvo, donde de verdad amas o mueres. Donde tu libro, y el de la otra persona, cambia de color para convertirse en uno, pongamos verde, naranja o rojo púrpura, como el vino. Ahí, como digo, ¡zas!, la mayoría salta y busca refugio en otra cosa, huyendo de la realidad sin ponerse a prueba (lo que se dice esconderse así mismo). A mí, sin embargo, se me encendió la luz. Arancha, mi chica, es eso: mi luz. La que, de verdad, encendió la bombilla. Qué poético: amor=bombilla. Pues sí, lo es. “Lo intentas, te equivocas, te levantas”. Así todo el día… como un entrenador, como el puto test de Cooper: si no mides, no sabes dónde estás.

Y diréis qué coño hace este tío contando todo esto. ¿Pero no estaba hablando de su mujer? Pues sí, de eso hablo…. 

Mi primera añada fue 2006. Justo mi segunda vendimia después del fallecimiento de mi padre. El vino estaba en todo lo alto y mi corazón dañado por varias razones. Desde aquel 12 de enero de 2005, tu cerebro no para de recibir mensajes de responsabilidad: “Tu padre ya habría hecho esto…”, “tu padre habría hecho esto otro”, “tu padre era un gran técnico y mejor persona”… Y, así, de repente, te conviertes, con 29 años, en padre con dos hijos (mis hermanos), una mujer (mi madre) y 25 hectáreas que gestionar. De nuevo, saltar o quedarte. Yo me volví loco. Vivía por y para la viña. Rato que me escapaba del trabajo: viña. Fin de semana: viña. Vacaciones: viña. Y la viña te va atrapando hasta casi perder la realidad del tiempo. 2007, 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020… Cada año, un vino (siempre autoconsumo, nunca comercializado ni amparado: estraperlo de bajeras (mi bodega está en un bajo), que dice un amigo mío). Cada año, más lío. Cada año, otra historia almacenada sin compartir con nadie. Bueno sí, abríamos alguna botella en familia, o con mi mujer… ¿Sacrificar tantas cosas para beberte el vino así sin más? La tensión iba en aumento… 

El vino te hace volar. Sueñas despierto cada día. Pero cuando das varias vueltas al mundo y ves lo que hay, te haces pequeño de repente. Y vas diciendo. “De la siguiente añada no pasa, esta es la buena”. Sigues viajando y te sigues empequeñeciendo. Catas, pruebas, lees. Y otra vez pequeño. “Esta sí es la buena”, te dices a ti mismo para convencerte. Y siguen pasando los años. Miedo, le llaman. Pánico, lo llamo yo. Pero en 2021 la bombilla dejó de dar luz. Mi sueño tenía que tocar suelo de una vez. No podía seguir permitiéndome ponerlo por delante de todo para, luego, dejarlo ahí, durmiendo el sueño de los justos. Era injusto, pura avaricia. Todo lo que había aprendido de mi padre, todo lo que la vida me había enseñado, todo aquello por lo que había luchado había que convertirlo en realidad. Y es ahí, en ese momento, cuando ella, mi luz amarilla, me alumbró más que nunca para darme el penúltimo empujón. 

El 6 de octubre de 2021 recibía el ok del Consejo Regulador como bodega autorizada para la elaboración y almacenamiento de vino de Rioja. 21,65 m2 de superficie. ¿La bodega más pequeña de Rioja? Igual sí… Era mi primer ok, luego faltaban el de Sanidad, el de Agricultura… Un sinfín de papeles inabordable (hablaremos de ello, pronto). ¡Ah! Se me olvidaba. Y ese día, también recibí las claves del NIMBUS, el sistema informático del Consejo Regulador que gestiona la trazabilidad del vino de Rioja. Un juguete lleno de trampas, sobre todo para el que está empezando. Al final, el 8 de octubre, empezaba a vendimiar. Un poco tarde… Pero…, por fin… ya era vitivinicultor (palabra esdrújula y arrinconada por la historia). 

El ciclista. ¿Pero no es Mazuelo? Sí. Pero Mazuela es otra cosa. Es una bodega que está en Cenicero.  Aunque su espíritu es de Hormilla. Cuando digo su espíritu, hablo de él, de Manuel, Manolo para muchos, Mazuela para otros, al menos, en mi pueblo. Leía el otro día un reportaje de Amaya Cervera sobre lo importante que es que te ayuden para empezar en esto del vino. Si no es casi imposible (bueno, teniendo pasta acortas bastante el camino). Como os podréis imaginar, en mi humilde bodega se puede elaborar y criar. Pero, poco más. No hay espacio ni para jugar al Risk (¡qué viejo soy!). Mi ángel de la guarda es Manuel, el ciclista (más aforismos pueblerinos). “Mi bodega es la tuya”, me dijo un día sin titubear. Y esas cosas, cuando te las dicen de frente y con un vino entre las manos, no se olvidan. Me ha embotellado, almacenado el vino, etiquetado, aconsejado, aguantado y, sobre todo, entendido. “Ojalá me hubieran podido ayudar a mí así”. Un crack de los pies a la cabeza al que espero no darle mucha más guerra. Otro día os lo presentaré. 

Bueno, tengo que hablar de mucha más gente. Pero ya van cuatro páginas y 2570 palabras. De mi madre, de mis hermanos, de lo que son y han sido siempre para mí. Pero escribiré más y serán protagonistas de mis historias que hoy empiezan aquí, con esta parrafada que llevo escribiendo durante más de seis meses. Por fin soy libre. Ya lo he escrito. Es mi historia. La de mi vida, una más, seguro, entre otras tantas que impulsan otros proyectos vitales. Pero esta es la mía. Una historia de amor y de LUZ. El relato y las vivencias de un pueblo, Cenicero, (y sus más de 2.000 hectáreas de viñedo) que un día se convirtió en ciudad por entregar su vida al servicio de los demás… Un lugar al que nosotros (yo), simplemente, lo llamamos LA CITY.

PD: Todavía escucho a diario que esto del vino es sólo una bebida.

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